Autor:
J. K. Vélez
Ranking en Amazon: #942638
(ayer: #942083)
Páginas: 64
Descripción:
XIX
En muy poco tiempo cogimos mucha confianza. A Noe parecía gustarle todo yo, y a mí me hacía mucha gracia la forma en que intentaba seducirme. Bueno, lo de seducirme suena un poco suave, en comparación con lo explícito de lo que me pedía. Quería que la montara. Vaya, ahora me he ido al otro extremo. A ver si doy con un punto intermedio.
Lo que quiero decir es que me resultaba muy divertido ver cómo se las ingeniaba para llevarme a la cama. Bueno, a la cama, o detrás de unos arbustos, o encima de la primera mesa que veía. Yo me reía, y pensaba, cuánta energía tiene esta chica. Y qué desaprovechada. Una vez se me ocurrió decírselo y casi me pega, porque esa energía, según ella, debía aprovecharla yo, y hacer muchas cosas muy divertidas y variadas con ella. Con la energía, digo.
El caso es que, entre sus tonterías y mis negativas, nos fuimos conociendo bastante.
La historia de su hermana Luna, antes Soledad, me hizo pensar mucho.
No recordaba mi vida anterior a Calma. De hecho, yo era alguien nuevo, pero alguien que había empezado a disfrutar de lo que tenía, de aquel curioso lugar, de su gente, de sus historias y de su extraña magia.
Y la historia de Luna era casi mágica, aunque fuera una historia triste.
Habíamos hablado largo y tendido sobre ello. Y ahora, Noe insistía en que la acompañara al Centro de Salud de Calma, para que viera a su hermana. Tal y como me lo había pintado, daba un poco de miedo. Se había quedado en los huesos, pálida y delgada como un esqueleto, después de cuatro años alimentada por una sonda nasogástrica. Según me contaba, al estado de su hermana no se le podía llamar coma, porque el coma dura de unos días a un par de semanas, como máximo. Luego pasa a llamarse ?Estado vegetativo crónico persistente?. Comprendía que ella había crecido con esa situación, pero yo prefería más oír la palabra ?coma?, que su nombre médico. Sobretodo porque ?coma? sonaba un poco menos irreversible.
La tarde que fuimos a verla, hacía un sol increíble. Durante todo el camino, Noe me estuvo cantando canciones de Nirvana, su grupo preferido. Ella quería saber si me acordaba de Nirvana, porque sostenía que si no me había olvidado de cómo se habla, muchas de las cosas que sabía antes de mi amnesia debían seguir en su sitio. Intenté explicarle que saber, lo que se dice saber, sabía bastantes cosas, pero no sabía cómo las aprendí, ni conseguía juntar los pocos pedazos que recordaba. Lo que no le dije es que estaba más preocupado de lo que aparentaba, porque me sentía completamente hueco, como si hubiera salido de la nada el mismo día que llegué a Calma. Como si yo, Gabriel, no fuese más que un personaje plano en la mente de un escritor, que me hubiera dado vida en un punto determinado del presente, sin preocuparse por inventarme un pasado. Cuanto más trataba de recordar mi vida, más me daba la impresión de que yo no existía ?antes de? y en lo más profundo de mi ser me aterraba dejar de existir ?en cualquier momento después de?. Todo esto no sabía cómo explicarlo, y tampoco quería preocupar a Noe. Pero como empezaba a hacerme falta hablar del tema, decidí contárselo a Úrsula, cuando la viera, y no hubiera mucho jaleo en el bar. A ver qué opinaba.
Noe me había explicado que en el Centro de Salud nunca albergaban pacientes comatosos, pero que su familia había llegado a un acuerdo económico con el hospital.
Tanto sus padres como Noe tenían la esperanza de recuperarla, por muy negro que lo pintaran los médicos, porque su estado se lo había provocado ella misma, de algún modo. Subconscientemente. Porque el coma de su hermana no lo había provocado ninguna lesión, ni un paro cardiaco, ni le había fallado ningún otro órgano vital. Según el médico que había llevado su caso, el coma de Soledad podía ser una de esas raras ocasiones en que la paciente es capaz de controlar su metabolismo y provocarse un estado de conciencia alterado. Eso, en vez de sonar a coma, sonaba más a viajes astrales, y en la boca de un m