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Descripción:
Mi nombre es Loxran. No es un nombre muy común en estos tiempos, lo sé, pero mi madre tampoco lo era. Nací hace ya 16 años en la ciudad de Londres una mañana lluviosa el día de San Valentín de 1953.
Era un niño delgado, de complexión fuerte y de una esta-tura cercana al metro setenta; tenía la piel morena y el pelo negro hasta los hombros, y porque no decirlo, era bastante guapo.
Ariane, que era el nombre de mi madre, me educó de una forma un tanto peculiar; como si fuera un ser especial, único, como si tuviera miedo de que cualquier cosa pudiera romperme, desquebrajarme. Era tal su obsesión por ello que hasta hace bien poco vivía en una especie de cuento de hadas, sin preocupaciones y sin un atisbo de lo que las personas corrientes llaman problemas.
No fui nunca a la escuela, mi madre daba clase todos los días de nueve a una, incluidos sábados y domingos. Me quería como quien quiere a un cuadro de valor incalculable, como quien cría a sabiendas al futuro salvador del mundo, al usurpador de todas las penas del universo... como a un mesías.
No recibía visitas jamás, las únicas personas que había visto en mi vida lo había hecho a través de la ventana de mi habitación. Nunca entendí por qué lo hizo, porque me llevó hasta ese punto de indefensión, de anti-naturalidad; yo era un bebé posado en el corazón de un bosque henchido de amenazas, de lobos.
No me di cuenta de ello, de lo desamparado que estaba hasta el día que murió, el catorce de febrero de 1969, el mismo día que cumplí dieciséis años se marchitó, y con ella mi ser dejó de ser especial, dejó de ser único, dejó de ser ese mesías que ella tanto había amado hasta el punto de volverlo un recién nacido. Sentí que no tenía nada, no tenía amigos, ni familia, y la verdad es que hasta ese momento nunca los había necesitado.
Heredé dinero suficiente para vivir tres vidas, y una sensación de miedo y soledad como nunca más volvería a sentir.
Mi madre había muerto y de mi ser sólo brotaban preguntas y más preguntas. ¿Por qué nunca me habló de mi padre a pesar de mis constantes demandas al respecto? ¿Cómo podía haber dejado tanto dinero si nunca la había visto trabajar? Ahora ya no importaba, ya no estaba, y con ella todos mis interrogantes habían partido, se habían esfumado como la niebla se esfuma entre las aguas del Támesis.
Y así empezó más o menos mi historia, o más bien mi aventura; solo en Londres, en este mundo que me acechaba, pero no en este tiempo, y mucho menos, en esta dimensión.