En más de una ocasión mi madre nos contó a mis hermanos y a mí cómo fue que su padre partió con apenas catorce años rumbo a Europa, con el fin de terminar el bachillerato y luego estudiar una profesión en alguna importante ciudad del viejo continente. Esto ocurrió en 1908, o sea, en plena «belle époque», cuando los europeos vivían un desenfrenado principio de siglo, sin saber que se encaminaban fatalmente a la primera de las dos guerras que devastarían sus pueblos y ciudades en un lapso de apenas treinta años, dejando tras de sí millones de muertos, reyes destronados e imperios desaparecidos, dando pábulo al nacimiento de nuevos países en el siempre cambiante mapa europeo. Por lo que comentaba nuestra progenitora, mi abuelo partió solo ?luego habría de seguirlo su hermano menor, Enrique- y sin saber hablar más que castellano y quechua, esta última, la lengua de los nativos del valle de Cochabamba, que aprendió de la servidumbre. Llevaba cosidas a sus ropas un puñado de libras esterlinas de oro, con lo que pagaría su estadía y estudios, dinero que habría de administrar con una sabiduría insólita para su corta edad.
Ante nuestras preguntas y forzando la memoria, mi madre nos comentaba que el abuelo hizo el bachillerato e ingresó a la Universidad para estudiar medicina en Berlín; empero, al estallar la llamada «Gran Guerra», se vio obligado a trasladarse a Zúrich, Suiza, donde prosiguió sus estudios médicos y se especializó en la naciente profesión psiquiátrica, constituyéndose en destacado alumno del, a su vez, rebelde discípulo de Freud, el gran psicoanalista Carl Jung.
De modo que eran apenas retazos de información las que podía tener del doctor César Adriázola Rivera, hasta que encontramos esa insólita misiva y otros sorprendentes papeles que mostraron una faz nunca revelada por el médico boliviano, ni siquiera a sus seres queridos, pero que es digna de ser contada, por lo que asumí el reto de rellenar los trozos faltantes y lo que viene a continuación es el tapiz literario resultante de tal intento.